EXAMEN DE CONCIENCIA

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Por Ramón Durón Ruíz (†)

Gran lección encierra el epitafio en la lápida de un obispo anglicano en la abadía de Westminster, Reino Unido: “Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo; así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar sólo mi país. Pero con el tiempo me pareció también imposible.

Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí. Pero tampoco conseguí casi nada.

Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar mi país y, quién sabe, tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo”.

Por eso ante la situación que se vive, cada que Dios te da el privilegio de postrar tu testa en la almohada, cuando terminas el día, no es sólo bañarte, bajar persianas, apagar las luces y cerrar la puerta. Utiliza cada noche para hacer un pequeño “examen de conciencia”, que sirve para llevar un poco la “contabilidad del día”: lo que has hecho mal, lo que has hecho bien y lo que te propones hacer mañana… lo mejor; es decir, te sirve para debilitar tus debilidades y fortalecer tus fortalezas.

No es necesario que le dediques mucho tiempo: un minuto o dos. Pero un tiempo vivido con la intensidad del día, pidiéndole a Dios que te conoce mejor que tú mismo, que puedas ver tu vida como Él la ve.

El examen de conciencia te ayuda a avanzar en esa aventura que dura toda la vida: la aventura de conocerte a ti mismo. Conocer tus cualidades, tus aptitudes, tus errores, tus limitaciones, tu defecto dominante y saber de qué forma puedes servir mejor a los demás.

El examen de conciencia, que haces por las noches, te ayuda a ver la vida con los ojos de Dios.

“Cierto día un caballero que observaba la labor de la madre Teresa de Calcuta le dijo:

–– El trabajo que tú haces, yo no lo haría ni por todo el oro del mundo.

–– Pues yo tampoco –respondió la madre Teresa de Calcuta–, si lo hago es por amor.

Así es la vida del viejo Filósofo, todo gira en torno al amor, porque sé que cada día es una ocasión especial, que la vida es una experiencia no para sobrevivir, sino para gozar, por eso no guardo nada para mañana, vivo el HOY a plenitud, lo hago a través del amor y del humor.

El humor nos transmite el mensaje de que estamos aquí, a pesar de todos los problemas, destinados a vivir, a triunfar y a ser felices. El humor no es otra cosa que Dios, que se manifiesta a través de la risa; mientras en la vida encuentro personas que buscan ser trágicas o dramáticas, busco como opción existencial la risa, la manera menos enferma de enfrentar la cotidianidad y la más fácil para no complicar mi vida.

El humor es un elemento impredecible en el proceso de vida, en el desarrollo y formación del ser humano; es necesario reivindicar su valor como antídoto contra el dogmatismo, la intolerancia y la violencia; su potencialidad crítica lo convierte en un poderoso instrumento de progreso, comunicación y relaciones humanas.

Esto me recuerda cuando una noche se encontraba Cutberto con su esposa, sentados en la sala de su casa, hablando de las muchas cosas de la vida. Estaban reflexionando sobre la idea de “vivir o morir”, ante la contingencia que se vive, pensativo, y un poco con preocupación, Cutberto dice a su mujer:

–– ¡Vieja!, nunca me dejes vivir en estado vegetativo, dependiente de una máquina y líquidos de una botella, si me ves en ese estado, te pido que desenchufes los artefactos que me mantienen vivo. Inmediatamente la mujer se levantó, desenchufó la televisión y le lanzó la cerveza a la basura.

Por eso el Filósofo dice: “Hay tres cosas en esta vida que no se pueden ocultar… ¡EL EMBARAZO, LO RICO Y LO PENDEJO!”

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