Ana Juárez Hernández
El tiempo es una cosa muy relativa, nos llevó 4, 543 miles de millones de años llegar a esta esquina, mientras que las historias de Instagram duran apenas quince segundos. El pedido que realizamos en línea nos anuncia que tardará en llegar dos semanas, pero una transferencia bancaria desde el celular nos permite hacer y deshacer en minutos. Vivimos en el extraño mundo donde se cree tener el tiempo en las manos.
Nos hemos acostumbrado a hacer malabares tecnológicos para que la espera, -esa cosa anticuada e indeseada-, desaparezca virtualmente; si una página tarda algunos segundos en conectar, el servidor nos recomienda cerrarla; el reproductor de videos creó ya la opción para adelantar quince, o treinta segundos con un solo toque; al volver del trabajo nos reciben los correos electrónicos para el día siguiente; aquellas instrucciones que nos darían en horas laborales, ahora llegan para que las veamos a los cincuenta minutos de haber terminado el turno, en nombre de la productividad.
Estamos condicionándonos diariamente para la inmediatez, para que todo esté listo al momento, porque si no, no lo queremos. ¿Aguardar por comida? ¡Jamás! Más vale que en el restaurant o en la fondita todo esté preparado, porque si no, nos vamos. No hay tiempo para esperar la leña, menos las brasas. Pero ¿no resulta acaso extraño que vivamos en un mundo así?, ¿no será que estamos renunciando a mucho, en esta era del instante?, ¿qué pasa con todo eso que no podemos adelantar?
Sin duda la velocidad tiene sus bondades, nos ha facilitado incontables actividades que, de otro modo podrían obstaculizar las labores o atentar contra el preciado tiempo de ocio. Pero esta nueva forma de vida va acompañada de otro vicio: el de no detenerse.
Si nos descuidamos en el teléfono, pueden pasar varias decenas de minutos antes de que nos demos cuenta de que seguimos viendo videos, peor aún, a veces sin estar seguros de qué trataban. ¡Qué peligro hay en aquellas conductas donde no somos conscientes! No deseo sonar alarmista, el peligro quizá no es de vida o muerte, pero sí lo es de conciencia; quién sabe, la vida podría ser eso que pasa mientras miramos el celular.
Parece que algún intruso juega a cambiarnos el tiempo; ajusta y desajusta el reloj, y las reuniones se vuelven eternas, la llamada del familiar al que tanto queríamos escuchar nos empieza a parecer muy larga, pero los cuarenta minutos de la serie se pasan volando, lo mismo el rato en el que miramos tuits o estados en whatsapp. Suave, sigilosamente, aprendemos a tirar el tiempo, total, es nuestro, ¿no?, nuestro para estirarlo o perderlo.
La notificación que no nos llega, esa etiqueta que no vemos; es la advertencia de la soledad. La alarma silenciada sin nuestro permiso que debía avisar en qué momento comenzamos a dejar de tomar parte en las conversaciones con nuestras familias, en que dejamos pasar una, dos o tres horas, lejos del mundo; la alarma del aislamiento psicológico y de la enajenación.
Es tiempo de abrir los ojos, ¡pero abrirlos bien!, de mirar atentamente a quien tenemos enfrente, porque la vida, esa que no tenemos comprada ni medida, se nos está yendo de las manos.
Día a día tienen lugar momentos que se depositan en el tejido de la memoria para que al invocarla, podamos tomarlos y reescribirla, inventarla. Esos son nuestros tesoros, esa es la maravilla de la memoria, que nos permite guardar la vida, prenderse del tiempo y trascenderlo.
Por eso habría que estar despiertos, para poder ser ejecutores del collage memorístico, para poder llenar nuestra caja fuerte con instantes, y hacer que las vueltas al sol cuenten, que los brazos no se queden abiertos esperando una respuesta. Ya lo dijo Eric Fromm: “Por primera vez en la historia, la supervivencia de la especie humana depende de un cambio radical del corazón”.
Cuando tengas tiempo, cuando no te sientas abrumado por atender quién sabe qué cosa; detente, detente a ver el mundo, la calle de enfrente, las casas de tus vecinos, las manos que te encuentres en el camino, las nubes. Rompe el ciclo de la indiferencia, rompe el tiempo, dáselo entero a quien amas, búscate un banco y espera a que salgan los panes o los chicharrones, escribe el mensaje que te daba pena enviar, porque este y no otro, es el momento de vivir.
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